¿Por qué no somos suizos? – Venezuela y el equilibrio de Nash

Ayer tuve la oportunidad de ver la película “Una mente brillante” sobre la vida de John Nash. Aunque vieja, la recomiendo ampliamente, aunque parece que novela la vida de este excéntrico matemático y no es completamente fiel a la realidad. El caso es que el punto de quiebre de su trabajo académico fue el postulado del “equilibrio de Nash” en donde critica la afirmación de Adam Smith de que el bien común sólo puede ser alcanzado como la suma de las acciones en pro del bien individual de cada uno de los miembros de una comunidad. Nash plantea que eso no es del todo correcto. En la película se explica esta paradoja de modo muy sencillo en el cortejo que cuatro estudiantes hombres hacen de cinco muchachas en donde una es muy hermosa, mucho más que el resto, y por ello es la que es lógicamente seleccionada para ser cortejada por todos los caballeros. Según Adam Smith, todos tratarían de conquistar a la más bella, lo que en el mejor de los casos hará que sólo uno la conquiste y que los otros tres tengan que “resignarse” a salir con tres de las menos agraciadas, quienes los despreciarían por no querer ser “platos de segunda mesa”; es decir sólo un máximo de 2 sobre 9 tendrían “beneficios”. Según Nash, el mejor movimiento es el sacrificio de la más bella a favor de que cada hombre corteje a cada una de las menos agraciadas. Esto maximizará el bien común, haciendo que 8 de cada 9 sean “felices” con su recién encontrada pareja.

Pese a luchar casi toda su vida con la esquizofrenia, Nash fue reconocido casi 40 años después con el Nobel de Economía por el uso que su teoría tuvo en las ciencias económicas, laborales, sociales y hasta militares. Tras la película, me quedé pensando en dicha teoría y busqué más información en Wikipedia tanto de Nash como de su equilibrio. Reflexionando, me pregunto si parte de lo que nos aqueja a los venezolanos como sociedad no estará basada en el hecho de que rompemos el equilibrio de Nash.

Permítanme un segundo ejemplo, llamado el dilema del prisionero, que suele ser usado para explicar de modo mundano este equilibrio. Imaginemos a tres prisioneros que tratan de escapar y son capturados. Los tres han jurado no delatar a sus compañeros bajo ninguna circunstancia. Los carceleros los interrogan por separado y les ofrecen una rebaja del 50% de la pena si cooperan delatando al cabecilla. Quien sea encontrado culpable tendrá un incremento del 100% de la pena. Al momento del interrogatorio, la solución para el “bien común” de los prisioneros es que mantengan su promesa, no delaten a nadie y todos quedan con la misma pena que tenían al principio. Pero si uno de ellos busca su beneficio particular, delataría a cualquiera de los otros dos para tener una rebaja de la pena. Pero puede suceder que los tres se delaten entre sí, terminando todos con mayor tiempo en la cárcel. ¿Valdrá la pena el riesgo de delatar a un compañero para obtener un potencial beneficio (no seguro)?

Extrapolando esto a la sociedad y en mayor escala, queda claro que aquellas sociedades que pudiéramos llamar “avanzadas” pero que yo prefiero llamar “más cercanas al estado de bienestar” son aquellas que justamente han cedido voluntaria o forzadamente parte del bien individual en aras de un bien común. Y eso es lo que las hace avanzar y prosperar. Y otras, como la nuestra, se empeñan en la lucha medieval por la supremacía individual. Permítanme dos ejemplos sencillos y una experiencia reciente.

Primer ejemplo: en la mayoría de los países, cuando un semáforo se daña, el cruce en cuestión pasa a ser un pare de cuatro vías. Así, si uno está de primero en la cola natural que se debe formar sólo cruzará después que el vehículo a su izquierda lo haya hecho. Si se trata de avenidas de dos o más canales, pasan los primeros vehículos de cada fila. Muy simple, ¿verdad? En este caso, el impulso individual sería atravesarse para sortear lo más rápido posible la cola. Pero eso hará que los demás, que ven que su compromiso para que todos salgan del apuro está siendo violado, hagan exactamente lo mismo y la galleta que se forma hace que nadie pase hasta que llegue un policía a poner orden (lo que representa que todos tardan más y hay más gasto, porque ese policía pudiera estar haciendo algo más provechoso). Lo último es lo que pasa en Venezuela. Individualismo de primera línea. Pero, ¿por qué no hacerlo si casi todas las autoridades de cierto nivel utilizan policías y escoltas para interrumpir el tráfico cada vez que se desplazan en la calle y así minimizar SU tiempo en la cola en detrimento de los demás? ¿Hay alguna razón para que los demás no lo hagan, especialmente porque el salario del funcionario y los escoltas los pagan nuestros impuestos?

Segundo ejemplo, también del tránsito, pero aplica a cualquier cola: Imagínese una avenida de dos canales por vía, que llega a una intersección. Usualmente se abre un pequeño y corto tercer canal para hacer el cruce a la izquierda sin interrumpir el tráfico. A las horas pico, ese canal se satura. En un país donde reine el equilibrio de Nash, la gente hace pacientemente la cola. En Venezuela, país del individualismo, la mayor parte de la gente hace una doble fila, detiene a quienes vienen por el canal izquierdo con intenciones de seguir derecho, para pasar primero. Si por casualidad hay un semáforo, simplemente se detienen hasta que cambie la luz a favor (no por cortesía a los otros motoristas que vienen en sentido contrario, ¡por favor!, es que simplemente no pueden pasar sin chocar). Esto es absolutamente cierto con TODAS las unidades de transporte público, con dos excepciones que conozco: el municipio Chacao y los nuevos buses rojos donde al parecer adiestran a los choferes en el manejo correcto. ¿Por qué? Porque emplearon al menos una de las dos soluciones al “problema del desequilibrio de Nash”: uno, aumentar el castigo a quien haga prevalecer el interés individual sobre el bien común (Chacao) y dos, en educar a la gente para que interprete y adopte el bien común (buses rojos). Mi impresión es que en los países donde esto no pasa hay un poco de las dos cosas: educación y temor al castigo. A medida que el primero se fortalece, el segundo se va volviendo innecesario.

Por último, está un evento que sucedió este sábado. Por trivial que parezca, explica mucho de lo que padecemos como sociedad. Estoy en un centro comercial sencillo, de esos en los que los locales están uno al lado del otro. Hay carnicerías, tiendas de mascotas, panaderías, farmacia y dos licorerías (estáis en Maracaibo, recuerden). El estacionamiento es lo suficientemente ancho para aparcar un vehículo perpendicular a la acera (como se estaciona usualmente) y para hacer una “minicalle” por donde pasan dos carros. Pues bien, un parroquiano, al no encontrar estacionamiento enfrente de una de las dos licorerías, uso uno de los dos canales de circulación. Cuando le dije que no se podía parar allí, su respuesta fue: “Quitalo si te da la gana” y siguió. Ojo, se trataba de un señor de unos 60 años largos, en un cachivache. Me provocó bajarme y partirle todas las luces y faros, pero resulta que no tenía ninguno que romper, todos estaban inservibles. Ese señor (si así se le puede llamar), el que no respeta el cruce cuando se daña un semáforo y el que se roba el canal de cruce son, sencillamente, delincuentes. Mi radical posición es que quien hace eso, probablemente se lleve los bolígrafos de la oficina, se robe la luz, y así poco a poco, hasta subir en la escala delincuencial.

¿Quién determina donde comienza el bien común y hasta donde debe permitirse el bien o la libertad individual? Uno de los grandes problemas de la humanidad es cuando una persona, un grupo o un partido se convierten en los únicos entes que deciden dónde va la parcela que separa al individuo de la comunidad. Eso es aún peor que el individualismo que discutimos en estas líneas. Dependiendo de la intensidad, es personalismo, autocracia, dictadura o totalitarismo. Por ello, yo veo con muy buenos ojos los ejercicios de democracia parlamentaria, que coloca suficientes contrapesos para impedir brotes de personalismos arrogantes. Un parlamento difícilmente se elige con mayorías absolutas, y casi siempre requiere negociar y alcanzar consensos entre visiones diferentes. La verdadera sociedad, entendida como la colección de seres humanos que busca un bienestar superior al que ellos por sí solos puedan alcanzar, sólo puede funcionar cuando se negocia y se consensúa. Quizás en toda nuestra historia republicana, plagada de caudillos y dictadores, esta búsqueda consensuada del bien común haya sido lo que más nos ha hecho falta para prosperar.