Un maracucho en Chequia

Antes de llegar aquí, conocía a Chequia por su cultura y su historia, por algo de su música y su literatura, y por algunos colegas con quienes trabajé hacía muchos años atrás.

Como me atrae la historia alrededor de la Segunda Guerra Mundial, estaba al tanto del pacto de Múnich, de los «protectorados» y cómo la antigua Checoslovaquia fue negociada para intentar detener una inevitable guerra. Sabía también que eran una potencia industrial antes de la guerra, y gracias a ella y a 70 años de comunismo, quedaron atrás comparados con sus vecinos occidentales – pero han recuperado el paso muy rápido. Escuché lo más famoso de Dvorak y Smetana – me parece fascinante de éste último el Vltavá (Moldava) y Kafka es uno de mis autores favoritos. Pero más que todo, Praga me ha parecido desde siempre una de las capitales del mundo. Es una de esa veintena de ciudades que siempre soñé conocer… y resultó aún más maravillosa de lo que me la imaginaba.

Trabajé unos años en un grupo de investigación grande, con representación de venezolanos, griegos y checos. Éstos últimos me parecieron unas personas muy serias, muy concentrados en su trabajo, y en esos años hacían lo que a mí me parecía magia con las computadoras; a principios de los ’90, las pantallas parecían de Windows actual. Pero también eran muy corteses y buenos conversadores en los ratos de descanso, aunque no con la algarabía que el estereotipo nos asigna a los latinoamericanos.

Con ese trasfondo nos mudamos aquí, a un pueblo a 150 km al sur de Praga, de 90000 habitantes, agrícola e industrial a partes iguales. Llegué yo primero, y a la semana llegaron Carmen y los muchachos. Tras venir de la bulliciosa, caliente y desordenada Maracaibo, České Budějovice era una especie de retiro rural, tranquilo en extremo excepto por las madrugadas de sábado y domingo alrededor de la plaza central. A diferencia de las grandes ciudades, el inglés no es tan útil, así que el proceso de adaptación fue más difícil por ello. Pero tampoco fue muy complicado. Tuve mucha ayuda de los colegas de trabajo para algunas diligencias clave (visas, bancos, seguros, documentos, impuestos) y eso facilitó la adaptación. También tuvimos mucha suerte. Cuando conseguimos nuestra primera vivienda, mientras bajábamos las pocas cosas que trajimos, uno de los tres vecinos del portal nos ofrecieron café y ayuda. Martin y Edita han sido desde entonces entrañables amigos, nuestros hermanos en este exilio. Hugo y Félix, sus dos pequeños hijos, los hemos adoptados como nuestros nietos. Gracias a ello, la soledad del emigrante se hizo más llevadera. El hijo quinceañero de otro de los vecinos, Christoph, venía a cortar la grama durante quince minutos y hablábamos por mucho más. Eso nos acercó también a sus padres. Los terceros vecinos, una pareja de adultos mayores, los Matous, también fueron muy cariñosos. Fue una pena cuando nos mudamos hace algo más de un año. Todo esta va un poco en contra de esa idea que los centroeuropeos son fríos y distantes. Mi opinión es que al principio lo son, cada quien a lo suyo, nadie te molesta pero nadie se interesa. Pero una vez que se trata a las personas y se intima un poco, pueden ser extraordinarios amigos.

Y así, poco a poco, se fueron uniendo los días con las noches, los inviernos con las primaveras, los pequeños eventos con los golpes y alegrías. Cuando levantamos la cabeza, ya habían pasado cinco años. Quiero que en post semanales (o más frecuentes, si es posible), ir contando esas anécdotas e historias.